
Hay un único instante capaz de disolver toda separación: el instante santo está en ti.
¿Qué queda cuando sueltas todo lo que creías ser?
Nada sostiene tanto peso como el instante en que comprendes: la separación es solo un eco, una costumbre profunda, un juego que aprendiste. Cuántas veces has sentido la nostalgia de algo que no sabes nombrar. Algo que prometía plenitud, pero fugaz, nunca en lo externo.
El instante santo no es un rincón que visitas de vez en cuando; es la experiencia desnuda de lo que eres, sin adornos, sin historias ajadas. Leer esto no es huir ni buscar: es rendirse, por fin, al recuerdo de una verdad sin fisuras, donde te entiendes unida, unido, al todo.
La ilusión del cuerpo y la separación: lo que nunca pudo dividirte
¿Cuándo fue la última vez que miraste tu cuerpo y supiste, con absoluta certeza, que no eres esto? El primer ruido del ego —ese que te grita que tu mano es más preciosa que el bolígrafo que sostienes— es eco de miedo, una jerarquía invisible que borra la paz. El cuerpo, ese refugio, resulta ser precisamente la muralla que levantas cuando temes tu verdadero hogar.
El cuerpo es el hogar que el ego ha elegido para sí. Ésta es la única identificación con la que se siente seguro, ya que la vulnerabilidad del cuerpo es su mejor argumento de que tú no puedes proceder de Dios.
(T-4.V.4:1-2)
La ilusión de estar separada, separado, no viene de fuera. No hay una lista escrita en piedra que diga: “Esta persona vale más. Esta mesa importa menos”. Ese juicio, tan sutil como constante, es la verdadera cárcel. Pensabas que elegir a quién amar, qué proteger, a quién odiar, era libertad. Pero en cada gesto, sólo repetimos el olvido de lo que realmente somos: puro amor, sin excepción.
La creencia en el cuerpo otorga realidad a la distancia. Divide. Nombra. Da miedo. ¿Has sentido el peso de esa armadura, la convicción de que sin ella estarías expuesta/o, indefensa/o? Sin embargo, aquí, en la honestidad radical del instante santo, ves que nada puede tocar lo real. El cuerpo se revela como lo que siempre ha sido: un pensamiento, no tu identidad.
Quién eres —quién eres realmente— no puede perderse. Aceptar esto no es renunciar a la vida, sino encontrarla libre de todo lo que la entorpece. En el instante santo, lo físico se convierte en escenario, no en argumento. Desde aquí, cada diferencia se disuelve. No necesitas proteger al cuerpo; necesitas expandir la conciencia.
El cuerpo no podría separar tu mente de la mente de tu hermano a menos que quisieras que fuese la causa de vuestra separación y distanciamiento.
(T-29.I.5:1)
El instante santo: la eternidad asomando en el ahora
Cuando el tiempo se detiene, aunque sea por un parpadeo interno, lo que emerge no es el vacío: es la realidad. El instante santo aparece cuando dejas de interpretar la vida, cuando detienes la maquinaria del pasado y el miedo al futuro. Aquí, la palabra “ahora” tiene otro sabor. Es quietud, es pureza, es la infancia recuperada sin esfuerzo ni culpa.
Llaman al instante santo un “nacimiento inmaculado”. No porque implique renacer físicamente, sino porque es la experiencia de ser lo que siempre has sido: sin mancha, sin historial, sin deuda emocional pendiente. No tienes que crear nada, sólo recordar. El instante santo no es una meta por conquistar, sino una verdad a reconocer.
Jamás hubo un solo instante en el que el Hijo de Dios pudiera haber perdido su pureza.
(T-15.I.15:5)
Nada se pide, más que tu ausencia de interferencia. Lo que está presente ya, quiere brillar. Sólo pide que te apartes del “yo lo sé”, del “ya he entendido”, del “yo controlo”. Dejar de ser tu propia juez, tu propio verdugo. En ese momento, eres testigo de cómo el amor se extiende en todas direcciones, sin obstáculos. Ni siquiera el “yo” permanece separado del todo.
En el instante santo, el amor no tiene obstáculos ni condiciones:
- Nadie es menos digno.
- El pasado pierde el derecho a definirte.
- El futuro deja de asustar.
Eres, simplemente, y en ese ser, todo se honra y se incluye.
El instante santo es el reconocimiento de que todas las mentes están en comunicación. Por lo tanto, tu mente no trata de cambiar nada, sino simplemente de aceptarlo todo.
(T-15.IV.6:7)
El amor reside dentro: cesar la búsqueda para encontrar
No hay objeto perdido en el mundo capaz de ofrecer lo que ya vive en ti. Tantos días, tantos años —¿toda una vida?— buscando fuera el atisbo de un amor completo. Pero siempre queda corto, siempre resulta frágil. No lo viste porque mirabas hacia donde nunca estuvo.
El instante santo es un giro interno. Una rendición. Comprendes que los ídolos de placer y dolor —relaciones especiales, éxitos, incluso sufrimientos cuidadosamente alimentados— no sustituyen la fuente real. Pediste migajas al exterior, sin sospechar que el manantial está dentro.
Hay en tu mente un lugar intacto, igual que cuando fuiste creado por la mente de Dios. Nada de lo que has hecho u olvidado puede mancharlo. Ni una sola herida, ni un solo error. Solo espera ser reconocido.
La vivencia del instante santo no llega por fuerza de voluntad ni por disciplina férrea, sino cuando te detienes y permites que algo muy sencillo ocurra: dejar de bloquear lo que ya eres. No necesitas convencer al amor de que regrese. Nunca se fue.
El Amor me creó a Su Semejanza.
(L-67)
¿Cómo abrirte a este recuerdo?
- Abandona la expectativa de cómo “debería ser” la experiencia.
- Suelta la necesidad de entender todo de forma intelectual.
- Da la bienvenida a la sencillez, incluso si parece vacía al principio.
Al permitir la inocencia original emerger, el amor del Cielo te envuelve sin oposición. Ya estaba ahí, esperando nada más que tu aceptación.
Viviendo la voluntad de Dios: la suspensión del juicio y el adiós al pasado
De todas las trampas del ego, ninguna tan traicionera como el juicio. Juzgamos y creemos ver con claridad, pero en realidad sólo reforzamos la niebla de la separación. No hay liberación mientras juzgas tu propia historia o la de quien tienes delante. Suspender el juicio es, en esencia, permitir que el instante santo llegue, sin condiciones.
El instante santo es el recurso de aprendizaje más útil de que dispone el Espíritu Santo para enseñarte el significado del amor, pues su propósito es la suspensión total de todo juicio.
(T-15.V.1:1)
Aquí no hay que esforzarse por perdonar, ni buscar fórmulas para “dejar ir”. Solo mirar —mirar de verdad, limpia, sin poner nombres ni etiquetas a lo que ves— abre la puerta a la unidad.
En este silencioso ahora:
- El pasado ya no tiene peso.
- El futuro no te amenaza.
- Sólo queda el presente, pleno, donde el amor es inevitable.
La voluntad de Dios no es algo a temer, ni una misión que cumplir. Es tu autenticidad, la unidad que eres, sin sombra de separación. Cuando todo juicio cae, lo real puede ser lo único presente. Sientes, sin saber cómo, que eres lo mismo que la mujer y el hombre que tienes ante ti. Ya no hay muros, sólo recuerdo.
Esto no se aprende. Ni se obliga. Se permite. Y cada vez que lo permites, la memoria de tu verdadera naturaleza se hace más fuerte.
Práctica vivencial: preparándote para el instante santo
Nunca estamos más lejos del instante santo que cuando lo convertimos en una técnica, en un campo de batalla contra el ego. Es una cuestión de disposición, de honestidad radical. Te invito a un pequeño ejercicio, directo y sincero, para facilitar este acceso:
- Siéntate en silencio donde puedas sentir tu respiración y percibir el latido de tu corazón.
- Observa los pensamientos que llegan y el impulso inmediato de juzgarlos, controlarlos o cambiarlos. Solo obsérvalos.
- Pregúntate, con amabilidad:
- ¿Quién serías sin la historia de tu cuerpo o tu pasado?
- ¿Qué queda si dejas de nombrar y clasificar, aunque solo sea por un instante?
- ¿Puedes permitir que la paz llegue, sin hacer nada más para merecerla?
- Si aparece resistencia, mírala con tanta ternura como mirarías a una niña, a un niño asustado. No luches. Sólo contempla.
Así, lentamente, la mente se abre al instante santo. No como un relámpago espectacular, sino como una brisa que despeja el aire, hasta que solo queda claridad y presencia.
Divina certeza: el instante santo ya es tuyo
Llegar aquí no es el final. Es solo el principio real: empezar a habitar ese instante santo como la única realidad digna de confianza. Porque lo que está vivo en ti no conoce el tiempo, ni entiende de pérdidas. Lo que eres —y reconoces en cada mujer, en cada hombre— nunca ha estar separado.
Quizá sientas la tentación de volver a las viejas costumbres: juzgar, buscar fuera, medir el valor en el espejo de lo visible. Pero ahora sabes, aunque sea por un resplandor fugaz, que eso no es necesario.
El instante santo está disponible, siempre, en cuanto elijas apartarte de esa danza de imágenes y acoger la quietud. Nadie queda excluida, excluido, ni una sola chispa de vida se pierde en ese abrazo. Todas tus preguntas, tus contradicciones, tus heridas, encuentran cobijo en la aceptación.
Si pudieras mirar dentro y ver la inocencia intacta que te habita, descubrirías una paz sin matices. No hay nada que temer. Nada que perder. Nada que buscar. Te invito a quedarte en ese reconocimiento. A no salir corriendo a conquistar nada, a no intentar controlar la experiencia. Permitir, confiar y, sobre todo, recordar: ya eres, ya tienes, ya está.
Meditación guiada: rendirse a la experiencia del instante santo
Lee estas palabras despacio, deteniéndote donde lo sientas. Deja que cada silencio te envuelva, como si estuvieras escuchando la voz más amorosa que pudieras imaginar…
1. Siéntate o recuéstate. Deja que el peso de tu cuerpo se hunda, permitiendo que todo esfuerzo se disuelva. Siente la suavidad de la respiración, entrando y saliendo, sin prisa.
2. Imagina ahora que tu historia queda en un rincón. No tienes edad, no tienes pasado, no tienes futuro. Solo presencia. Solo ahora.
3. Observa cómo, poco a poco, los pensamientos aparecen y se disuelven. No hay prisa porque se vayan. No importa su contenido. Déjalos pasar, sin agarrarlos.
4. Dile a tu mente, en voz baja o mentalmente: “Estoy dispuesta, dispuesto, a soltar lo que creo ser. Estoy aquí, abierta, abierto a recordar la Realidad que nunca cambió”.
5. Visualiza una luz suave, cálida, sin forma. No la imaginas en ningún lugar; es como si naciera desde dentro, muy al fondo de tu conciencia. Esa luz es la experiencia pura del instante santo. Quédate ahí en silencio.
6. Pregúntate: ¿Quién soy, si no hay separación? ¿Si no hay cuerpo ni mundo ni distancia? Y deja que la respuesta te llegue en forma de paz, de expansión, de sensación de unidad.
7. Sé testigo, sin intervenir, de cómo esa paz se extiende a todo y a todos. Sin esfuerzo. Solo deja que ocurra. Descansa aquí tanto tiempo como lo necesites.
8. Cuando sientas que quieres terminar, agradece internamente. Sabe que puedes volver a este instante santo siempre que lo desees. No depende del mundo, ni de tu cuerpo, ni de nada externo… solo de tu disposición a recordarlo.
Test de autoevaluación
INSTRUCCIONES
Este test es un espejo para tu mente. No se trata de sacar buena nota ni de mostrar progreso, sino de recorrer con honestidad las raíces de tu experiencia. Responde cada pregunta con sinceridad, marcando la opción que más fielmente refleje tu sentir/forma de aplicar lo que sientes. No elijas “la respuesta correcta”: elige la verdadera para ti en este momento. Este camino es solo tuyo; la única función del test es iluminar dónde te hallas y qué podría abrirse aún.
PREGUNTAS (Marca A, B o C en cada una)
