
Cuando todo lo externo se va, ¿qué permanece?
Hay momentos en la vida donde todo lo exterior se apaga: los títulos pierden valor, los aplausos se enmudecen, las relaciones cambian o se van. Te encuentras ante el silencio y el vértigo del vacío. Ese tipo de vacío se siente como final, pero guarda dentro una oportunidad. Cuando lo externo se derrumba, se revela lo que nunca se derrumba: lo que eres.
Pero no se trata del personaje. No se trata del “yo” que está acostumbrado a identificarse con lo conseguido, con el nombre, con el cuerpo, con la historia. Cuando por fin ocurre ese silencio total, aparece una pregunta más viva que cualquier logro: ¿quién eres si no queda afuera nada que sostenga tu sentido de valor?
A veces la respuesta se disuelve en miedo. Otras veces, en tristeza. Puede ser que el mundo parezca decirte que eres nada sin tus papeles, sin tus familiares, sin tus triunfos. Puede que el cuerpo duela, la mente grite. Pero es justo ahí, en ese extremo, donde la verdad puede comenzar a asomarse.
El miedo a perderlo todo es el guardián de la puerta. No para dañarte, sino para invitarte a mirar hacia dentro y preguntar, honesta y crudamente, por lo único que no puede ser perdido. Aquí, en este umbral, ocurre el Instante Santo. Un parpadeo en el tiempo donde la realidad verdadera se revela: ese núcleo que eres, indivisible, eterno, intacto en Dios.
El Instante Santo no es una experiencia extraordinaria. Es lo más cotidiano y a la vez lo más olvidado. Es el lugar interior donde, más allá del miedo y de las historias, recuerdas que todo lo que importa realmente es lo que eres, y lo que eres está en Dios. Es el sitio silencioso donde desaparecen las ilusiones, y ya no hace falta salvación, porque nunca hubo peligro.
La trampa de lo exterior: todo lo que creías que te hacía valioso
El mundo ha enseñado siempre a mirar hacia fuera en busca de valor. Desde la infancia se graban las reglas: suma méritos, destaca, consigue, seduce, defiende, logra. Los títulos, el cuerpo, el dinero, el prestigio, la familia, la imagen: uno a uno se vuelven trofeos, escudos, respuestas a una ansiedad que nunca se calma del todo.
Cada tanto, el exterior parece ofrecer ese alivio anhelado. Un trabajo nuevo, una ruptura superada, una relación especial, el éxito académico o profesional. Breves descensos de la angustia y de la inseguridad. Pero nunca se queda ahí, siempre exige más. Si lo pierdes, sientes que pierdes sentido. Si lo conservas, temes perderlo algún día.
La trampa es sutil pero poderosa: confundes lo que te sucede con lo que eres. Si te va bien, te celebras. Si todo falla, te condenas. Cada desplazamiento del mundo exterior parece augurar tu bienestar o tu caída. Y así, el valor nunca está realmente bajo tu control, nunca es permanente, nunca es verdadera paz.
Pero precisamente ahí, cuando la trampa se revela, puede aparecer el Instante Santo. Es el ahora radical —el único punto donde todo lo externo se apaga y percibes que tu Ser nunca fue definido por nada temporal. Eres como una fuente secreta enterrada bajo kilos de recuerdos, miedos e historias. Nada la mancha, nada la pierde.
En el Instante Santo, la ilusión del valor externo se muestra simple apariencia. El escenario se despeja, y queda solo el silencio, la pureza del Ser, la certeza interior de que ya eres, de que eres en Dios. Ese es el valor inalterable. Solo allí cabe la plenitud.
El ego: ese maestro de la ilusión y el miedo
El ego encarna el viejo hábito de buscar, proteger y batallar, convencido de que sin logros ni reconocimientos no hay existencia válida. Funciona como director de una película de supervivencia, siempre alerta, moviendo las piezas para gustar y destacar.
¿De dónde extrae su fuerza? Del miedo a no ser. A la comparación constante y la amenaza infinita de ser olvidado, menospreciado, excluido. El ego se alimenta del drama, de la dependencia, vuelve real la carencia y la separación que nunca fueron ciertas.
Y para perpetuarse, proyecta. Lo interno —la herida, la duda, el dolor— lo vuelca fuera: valiéndose de los otros, de los éxitos y los fracasos temporales, de la lucha por la pertenencia o el rechazo. Todo lo externo se convierte en su campo de batalla. Si el dinero falta, el ego grita. Si la soledad acecha, el ego reacciona. No soporta el silencio ni el vacío, porque ahí, su reino se tambalea.
Pero todo lo que depende de lo que pasa fuera está condenado a desaparecer. El ego puede ser ingenioso o dominante, pero jamás te conducirá a la paz permanente, porque nunca podrá fundarse en la verdad de tu Ser eterno en Dios.
El Instante Santo aparece cuando dejas de pelear y simplemente permites el vacío. Algo profundo se abre: la memoria suspendida de tu raíz, de tu inocencia invulnerable. Descubres que lo que buscabas afuera no era necesario. El ego se disuelve, aunque sea por algunos instantes, y la verdad de tu Ser en Dios brilla, sin ruido ni esfuerzo.
El único valor real: el Ser unido a Dios, eterno en el Instante Santo
Imagina por un momento estar desnuda, desnudo de toda etiqueta: sin tu historia, sin el nombre, sin tus relaciones, sin tu cuerpo ni tus ideas, ni tus triunfos o fracasos. ¿Qué queda? Lo verdadero: tu Ser.
Pero ese Ser no existe aislado, no es una creación autónoma sujeta a los vaivenes de la vida. Tu verdadero Ser mora en Dios, en lo inmutable, en lo eterno. Es lo que fuiste antes de todo suceso temporal y lo que serás siempre, incluso cuando la forma cambie, incluso cuando el cuerpo se apague y los recuerdos se borren.
Este es el núcleo de la enseñanza y de la experiencia de Un Curso de Milagros. Lo que eres no puede aumentar ni disminuir —ni con elogios ni con abandono, ni con salud ni con enfermedad, ni con presencia ni con ausencia. Tu Ser en Dios es el valor absoluto. Nada puede amenazarlo.
A veces, en medio de la rutina, percibes el suspiro de este recuerdo. Un instante donde por un segundo los pensamientos se acallan, el miedo se aparta, la ansiedad no existe. Eso es el Instante Santo: el momento real, irrepetible, donde tu identidad como Hijo de Dios, espíritu eterno en lo divino, se revela y te impregna de una paz que no puede perderse.
El Instante Santo no es un premio para los justos ni una meta por conquistar. Es realidad siempre disponible, aunque olvidada, aguardando a que sueltes la búsqueda imposible fuera y te rindas a la verdad de tu existencia en Dios.
De la ilusión al despertar: reconocer y encarnar el Ser eterno en Dios, aquí y ahora
Este camino no es teórico ni intelectual, ni una suma de conquistas personales. Es la rendición explícita frente a la exigencia de encontrar el valor afuera. Solo ahí, cuando te permites no hacer nada y descansar en lo que eres, el Instante Santo puede vivirse: el ahora sagrado donde toda separación se suspende y la plenitud se experimenta directamente.
Cuestiona la raíz de tu valor
Date permiso de responder con honestidad: ¿qué crees de verdad que te falta? ¿Qué necesitas conseguir o mostrar para sentirte digna, pleno o segura? No juzgues la respuesta. Permite que la incomodidad se exprese, así surgen los viejos pactos con el ego.
Puedes preguntártelo en el vacío, cuando algo se pierde, cuando el miedo aprieta… ¿Sigue habiendo Ser aunque lo externo se esfume? El Instante Santo ocurre cuando la pregunta permanece sin prisa, y en ese silencio surge la evidencia de tu eternidad en Dios: eres lo que eres, siempre, bajo todas las circunstancias.
Suelta la lucha: permanece en el Instante Santo
El ego te pedirá que reacciones, que resuelvas, que demuestres algo. No pelees con él, solo obsérvalo hasta que se canse. No cambies nada: quédate en el espacio del Instante Santo, sin querer controlar, sin buscar la respuesta urgente, sin moverte fuera.
Ese instante, aunque breve, revela la diferencia entre el valor prestado y el valor real. Cuando el ego se aparta, la verdad del Ser emerge, simple, silenciosa, inquebrantable.
Cultiva la autoaceptación: recuerda tu eternidad en Dios
La raíz de la autoestima no es un autoengaño ni una construcción social, es recuerdo profundo de la unidad: eres parte de Dios, siempre lo fuiste, nunca se perdió. Eso no depende de la historia, de los éxitos o fracasos, ni de la apariencia física, los recursos o las relaciones. Tu bondad, tu inocencia y tu eternidad están garantizadas por el Amor que te creó.
Cuando el Instante Santo se permite, esa verdad respira sola. Vuelves a ver a los otros no como rivales ni como amenazas, sino como hermanos en la misma fuente. Todos completos, todos perfectamente inocentes, todos eternos.
Reconoce la unidad: dejar de buscar fuera
La mente adicta a la separación no puede acceder al Ser. Solo en la comunión, en la memoria de estar en Dios, el Instante Santo ilumina todos los huecos. Ya no hay ruptura ni distancia, ni lucha por sobresalir. Simplemente eres, incluida, abrazado, imposible de perder.
Vive el presente: en el aquí del Instante Santo
El Instante Santo no es una técnica ni una meta, sino una puerta siempre abierta. Vive el presente como la morada donde tu Ser eterno resplandece, inseparable del Amor que lo sostiene. Suelta toda expectativa. Deja que la paz llegue sin motivo y acepta que ahí, nada puede separarte de la verdad.
Prácticas vivenciales para encarnar el Ser eterno y abrirte al Instante Santo
Silencio radical y presencia pura
Cada día, reserva minutos para el silencio. No organices, no controles, no esperes ningún resultado. Respira, deja que el aliento te traiga aquí. Pregúntate:
“¿Qué queda si todo desaparece y solo queda este instante?”
Siente el peso del cuerpo, el eco de los pensamientos, la danza de las emociones. Y deja que todo se asiente. El Instante Santo aparece sin aviso: es el resplandor de tu Ser en Dios, la evidencia de la paz que no compite, la ausencia de lucha.
Test de auto-indagación para la eternidad
Haz una lista de todo lo que crees que te da valor. Imagínate perderlo, aunque sea incómodo. Permite que el ego se agite, que el miedo grite. Quédate ahí:
“¿Puedo existir, puedo ser amado, aun si nada de esto queda?”
No huyas del vértigo. El Instante Santo te descubrirá una pequeña luz, la memoria de lo eterno, intacta en ti.
Mantra de verdad ante la tentación del ego
Cuando algo te duela, cuando sientas pérdida o miedo, repite lento:
“Esto no puede alterar quien soy en Dios. Mi Ser es eterno.”
No busques sentirte mejor, solo deja que el mantra habite el Instante Santo y, poco a poco, te bañe en paz.
Meditación de reconocimiento
Siéntate en la quietud. Cierra los ojos, suelta la historia. Visualízate sin edad, sin nombre, sin historia ni futuro.
Un solo Ser, eterno, en Dios.
Quédate ahí. Si surge ruido, déjalo ser. El Instante Santo es pura presencia donde la realidad de lo divino atraviesa todo miedo y te devuelve el valor que no puede perderse.
Vivir desde el Ser: Plenitud, libertad y la confianza de lo eterno
La vida sigue su curso, pero tú ya no entregas el timón a las circunstancias. Las pérdidas no te definen, los éxitos no te inflan, las relaciones danzan, el cuerpo juega. Nada de esto determina tu existencia. El valor, la paz y la alegría verdaderos se fundan en lo único confiable: tu Ser eterno en Dios.
Las exigencias del ego han sido soltadas. La libertad es tranquila, sin estridencia. La plenitud no es una meta alcanzada, sino la experiencia natural de saberte completa, completo, amada, amado, indivisible. Las relaciones ahora son acompañamiento, no salvación ni conquista.
Desde ahí, todos los demás —el mundo entero— se ven como compañía en la misma eternidad: cada ser es una chispa del gran fuego.
Todo pertenece, nadie sobra, nadie falta. El dolor y la alegría alternan, pero la paz se vuelve el agua profunda que nunca se seca.
El Instante Santo se cuela en la cotidianidad, sin pompa ni ceremonia. Es ese espacio real donde la verdad interior se impone, donde la inocencia se manifiesta, donde la confianza callada es suficiente. El ruido externo ya no te arrastra.
En el Ser, todo se vuelve sencillo, natural, presente.
¿Vas a elegir el Instante Santo y recordar tu raíz eterna en Dios?
No necesitas ritos ni discursos. Solo honestidad, simpleza, coraje para soltar lo que se fue, lo que nunca fue. Aunque olvides, aunque caigas, aunque el ego reclame, puedes volver, siempre, al Instante Santo. Es el espacio sin tiempo donde Dios te sostiene, como siempre lo ha hecho, donde tu Ser es evidente y la paz es inevitable.
Ahí, nada externo puede alterar tu corazón. Nada se pierde, nada lucha. Puedes ver la danza de la vida, su ir y venir, pero el hogar verdadero no está en la superficie. El valor es lo que te habita, lo que nunca fuiste capaz de estropear ni de conquistar. Es la luz que brilla tranquila, sin permiso ni esfuerzo.
El Instante Santo está abierto siempre para ti. Tu Ser, uno con Dios, eterno, pleno, inocente, es el único valor. Solo tienes que quedarte, permitir el silencio. Respira ahí y deja que el amor haga todo lo demás.
No busques, no justifiques, no te exijas respuestas. La verdad entra sola cuando se permite, y lo único real permanece siempre, esperándote en el subito presente del Instante Santo, cuando te permites Ser.

